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LA MEMORIA DE REMEDIOS


LA MEMORIA DE REMEDIOS

Como tantas noches desde hace meses, después de calcular que su estómago había completado con éxito la digestión de la pieza de fruta y el yogur desnatado clesa, Remedios se retiraba a paso resignado a su minúscula habitación de la residencia en compañía de la cuidadora de turno. Antes de acostarse tenía la mujer la sana costumbre de reordenar lo ordenado y pasar un trapo y un multiusos a los pocos enseres del básico rectángulo que ahora definía su vida. Ya estaba en la cama dispuesta a apagar la luz y descansar cuando vio una diminuta huella en el pie mismo de la lámpara de la mesita, sacó del cajón un pañuelo de tela Guasch, sus favoritos, exhaló vaho sobre el metal dorado y comenzó a frotarlo con ánimo casi masturbatorio.

Como consecuencia de la fricción o de la imaginación de la anciana, eso poco importa, surgió en el haz luminoso de la lámpara un espectro etéreo y verdoso de apariencia bonachona que desperezándose trataba de adaptarse a su nueva dimensión —¡Jesús, a estas horas!—. Remedios no se inmutó con la súbita presencia, ni tampoco el genio pareció reprocharle su falta de entusiasmo.

­­           —¿Sabe por qué estoy aquí? —preguntó el rechoncho "fenómeno".
—No tengo ni idea ¿trabajas en la residencia?
—Soy el genio de su lámpara y como me ha liberado puedo concederle tres deseos.
—Solo necesito uno —dudó Remedios, que pareció entristecer de pronto—. Me gustaría ver a mi marido, a mi Abel, Abel Monteagudo Pérez.
—Su marido ya no está aquí. ¿Entiende lo que implica poder verle?
—Supongo que sí. ¿Puedo pedirte tiempo para pensarlo?
—Claro, si así lo desea, pero le quedarán solo dos. ¿Cuánto tiempo necesita?
—No sé, ven mañana...

Volvió solícito al día siguiente, restándole a la buena señora minutos de siesta y dispuesto a otorgar lo prometido cuanto antes.
             —Buenas tardes, Remedios. ¿Ha pensado usted lo que quiere pedir?
—¡Ay! hijo mío, creo que no sé quién eres ¿de qué me hablas? ¿pedir qué?
—Esa memoria, doña Remedios —protestó el genio impaciente—, mire, si quiere puedo devolvérsela, puedo devolverle la juventud y aún le quedaría un deseo ¿Qué me dice?
—Me gustaría ver a mi marido...
—Sí, a su Abel, ya lo hablamos anoche. Eso es muy complicado entiende, soy un genio con ética.
—¿A lo mejor, si me das la juventud, podría volver a verle?
—Ummm… no sabría decirle, supongo que sería cosa del azar. Pero conocería a otros hombres, de eso estoy seguro ¿quién sabe? Tal vez a Paul Neuman.
—¿Puedo pedirte tiempo para pensarlo?
—Claro —contestó resignado—, pero solo le quedará un deseo, espero que se aclare. ¿Cuánto tiempo necesita?
—No sé, ven mañana...




—¡Buenos días, Remedios! ¿Cómo ha pasado usted la noche? ¿Tomó ya las pastillas? A ver, ese termómetro. Sabe quién soy ¿verdad?
—Sí, el geniecillo de la lámpara. Viene a darme la juventud, pero quiero otra cosa.
—Claro, mujer —sonrió el doctor—, si está hecha una moza ¿qué se le ofrece?
—Quiero mis recuerdos.

El hombre la miró con sincera ternura sin saber si la entendía a ciencia cierta.

            —Claro, Remedios, en eso estamos: ¡Deseo concedido! (Pasaron unos segundos...) Pero tiene que tomarse las chuches.


                                                                                                                                      Javier Celada

Comentarios

  1. Enhorabuena Javier, un relato melancólico que no por ello no hace esbozar una sonrisa.

    Yo también participo en el concurso de Zenda con una de mis historias:

    https://elpedrete2.blogspot.com/2020/05/zenda-el-ritual.html

    Suerte.

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