Mientras rebuscaba en el césped su diente, y se sorbía la sangre de las encías, Lee, pensaba que aquella «hostia» se la tenía bien merecida, tanto o más que los dos tortazos que, sorpresivamente, y de manera real, le propinó su maestro de artes marciales siendo él todavía un mocoso con pretensiones de heroico adolescente, después de que se mofara cruelmente de «Pequeño bolo», el alumno menos notable de la clase. Entre este decisivo acontecimiento y el que terminaba de ocurrir, habían transcurrido una decena de años, durante los cuales, ni el más audaz de sus rivales había sido capaz de mojarle la oreja —tanto en el tatami como en la ficción—, y en los que Lee, siempre intentó mantenerse fiel a la máxima de su viejo maestro: «Cuando entiendas que ganar no implica humillar, habrás alcanzado la gloria». Por todo ello, el joven karateka, estaba absolutamente convencido de poder abanderar sus principios por todo el mundo y de ser un digno merecedor de tal honor. Hasta ese preciso día.
***
Yang se sentía
orgulloso de su trabajo y felizmente recompensado por la vida, a la que con
tanto sacrificio se había entregado en cuerpo y alma desde su niñez; sobre todo,
en cuerpo, puesto que Yang, llevaba mucho tiempo dedicándose a suplantar a las
estrellas del celuloide en las escenas de acción, concretamente en las
películas de mamporros, de las que era un consagrado especialista, y a
interpretar a malvados segundones sin otro final que el de terminar
patéticamente apalizados por el ídolo de turno, para mayor gloria de este y el
regocijo de sus fans. Aunque a Yang, ninguna de sus apariciones le
suponían un deshonor, y celebraba cada uno de sus contratos como si fuesen el
papel de su vida. A su manera, el joven actor creía haber triunfado como poco
en su barrio, y saboreaba, con la sempiterna compañía de sus colegas, las
dulces y pringosas mieles del éxito.
Cuando el agente de Yang le propuso
participar en el reparto de los villanos que debían enfrentarse al mismísimo
Bruce Lee en la película Operación Dragón, este sintió tal emoción, que
a punto estuvo de darle un síncope, y por un momento, dejó de latirle el
corazón, le faltó el aire y perdió el conocimiento. Fue justo el instante en
que la realidad había traspasado sus sueños.
Yang sabía hacer su trabajo, conocía la
técnica del perdedor; golpeaba en las zonas no vitales, se derrumbaba contra
los muebles como nadie, rodaba por las escaleras con total veracidad, y
encajaba los golpes igual que un saco de boxeo. Pero, de forma inexplicable,
las veces que intentó hacerlo frente a Lee, se quedaba quieto como un pasmarote
con los músculos agarrotados, hasta que una primera patada o puñetazo de su
contrincante le arrojaba de nuevo contra el suelo hecho un inútil guiñapo, y
así, cada vez que el director gritaba «acción». Finalmente, optaron por
posponer la escena y, mientras el psicólogo del equipo hablaba con Yang, un petit
comité decidía la continuidad del inmóvil villano en el film. Ese día,
la jornada de rodaje terminó antes de lo previsto.
***
Lee encontró su
diente y lo guardó en el bolsillo del kimono mientras se incorporaba. Se encontraban a solas detrás de las
caravanas, de nuevo, frente a frente. Yang no había bajado la guardia y
vigilaba los movimientos de Lee con una postura que al protagonista de la
película le resultó familiar. De pronto lo reconoció.
—¿Así
que eres tú…? ¿Pequeño bolo? —dijo
Lee, mirando a Yang de hito a hito—.
Pegas muy fuerte.
—Más
fuerte pega la vida —contestó Yang,
deponiendo su actitud, con los músculos completamente relajados.
—Vamos...
Tenemos mucho trabajo por delante, amigo mío.
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