Este viaje, que enseguida
contaré, fue el último que mamá y yo hicimos juntas, y surgió de la fatalidad y
las obligaciones del corazón. Por su parte, estaba latente el explícito deseo por volver donde todo empezó y acabar descansando eternamente en su
tierra, junto a mi padre, su primer y único amor. Por la mía, aunque oculta y
tardía, la necesidad de obedecerla por una vez en la vida, a pesar de su
ausencia física, pues solo me quedaban sus cenizas y su póstumo mandato.
Soy Irene Matas, hija única de
la médica Isabel Hortelano, viuda del pintor Antonio Matas, mi padre, claro
está. El pobre murió hace más de diez años de cáncer de pulmón, tenía cincuenta
años, yo solo dieciséis. Una putada enorme. Mamá falleció de covid-19 el pasado
catorce de mayo en el mismo hospital de Barcelona donde consiguió plaza fija desde
que llegamos, el Vall d'Hebron. Papá marchó con ella y sus pinceles a la Ciudad
Condal, siempre a su lado. Yo iba de polizón en sus tripas. Todavía vivo en el
piso de Guinardó. Allí nos instalamos. Desde allí partimos.
Guiadas por un ritual familiar,
salimos de madrugada, puse Radio 3 y arranqué, como
siempre que íbamos los tres al pueblo
de vacaciones en agosto y Semana Santa. Pero esta vez, sin maletas ni prisas,
cada una en su hermética burbuja, como las protagonistas de una versión
hispano-macabra de Thelma & Louise. Yo miraba por el retrovisor cómo la
ciudad y mi mundo empequeñecían. Mamá iba en silencio sobre el asiento del
copiloto, en su urna de acero inoxidable.
Tras pagar el último peaje, mamá
me habló: «Acuérdate, Irene, no quiero misas ni fanfarrias, ya lo sabes, me
metes donde tu padre y guardas un puñado de cenizas para echarlas al río, en la
orilla de la “casa de la pradera”, donde nos dimos los primeros besos…» Que sí,
pesada.
Ahora, desde Tarragona, la
autopista es gratuita pero igualmente monótona. Tirada como a mala leche por
tipos que debieron odiar el Mediterráneo. Solo lo enorme consigue alterar el
mecánico paisaje por instantes; intervalos de mar, segundos de río Ebro, lo que
se intuye del castillo de Peñíscola, “Marina d'Or”, ciudad de lamentaciones,
Oropesa-Benicasim versus Castellón, el teatro romano... «A tu padre le gustaba parar en Sagunto». Ya lo sé, mamá. Mascarilla, gasolina sin
plomo, cafeína, gel hidroalcohólico. Psicosis. ¡Menuda mierda!
Cogimos la circunvalación de
Valencia hasta la salida de la A3 dirección Madrid. Mi padre siempre
aprovechaba ese tramo para hablarme de los faraónicos proyectos o de las
moderneces de la capital valenciana, y del famoso “semáforo de Europa”: «Tú
imagínate, Irene; bajabas embalao desde cualquier punto de Europa y de
repente, ¡frenazo!, tenías que parar y atravesar Valencia a paso de tortuga,
sin rechistar y, además, por la parte más fea, como en una exploración rectal».
Papá siempre tan metafórico.
El tráfico era intenso a pesar del
miedo y las siniestras advertencias. Nos quedaban ciento sesenta kilómetros de
autovía para llegar al pueblo y decidí hacerlos de tirón. Por desgracia, la
cementera de Buñol sigue en pie, gigantesca y gris, asqueando a los viajantes
como una monstruosa niña de la curva. Poco después, Requena y Utiel. «¿No
tienes hambre, Irene? Antes, cuando la nacional, tu padre siempre paraba en el
bar “Angelete” o en el “Potajero Chico” a comerse unos chorizos» Mamá, no me
veo comiendo chorizo con mascarilla. La panorámica general se transforma; el
verde se torna cobrizo y amarillo, la humedad se pulveriza, las casas blanquean
y se diseminan, las fábricas mutan en tractores, los naranjos en viñas,
carrascas, almendros y pinares, las gaviotas en vencejos y las cucarachas en
moscas cojoneras.
En la raya de levante, como un
abrevadero de dinosaurios y dragones, el Pantano de Contreras y el “rabo de la
sartén”… Cuenca única. Al pasar La Motilla, casi llegando, le dije a mamá de ir
al río antes de solucionar lo del cementerio y, ya en la salida, giré a la
izquierda hasta la “casa de la pradera”. En paralelo al futurista bosque de
molinos eólicos, la estrecha carretera formaba un inquietante pasillo de altísimos
esqueletos de cardos borriqueros y de marchitas y olvidadas presencias de una
primavera fantasmal.
El calor era extremo a esa hora,
duro y seco como todo lo de allí. «En esa orilla, cariño, bajo aquellos chopos
era». Abrí la urna y saqué un poquito de mamá en mi mano. Luego metí el puño en
el agua y me quedé llorando como una boba, imaginando aquellos besos
clandestinos, hasta que la corriente del río, aburrida de mi reflejo, nos
deshizo para siempre.
Desde la loma de la “media luna”
se ve Tébar, el pueblo de mis padres, como un huesudo galgo viejo durmiendo la
siesta sobre una estera de paja. No tardé en dar con “el Torrao”, que ya tenía
todo dispuesto y la lápida de papá corrida para depositar a mamá junto a su féretro:
—Bueno, os dejo un ratejo
a solas. Voy a echarme una fresca y te traigo la placa que encargaste. —Me
dijo el hombre con un guiño cómplice sobre la máscara resudada.
Y tan a solas nos quedamos que
hasta papá salió de las sombras a abrazarnos y a besarnos, y a decirme que
parase de llorar y que no me preocupase porque iban a estar bien y que qué
flaca estaba y que comiese chorizos y me cuidase... y yo, adiós, y vendré todos
los años y no dejé de llorar hasta que llegó “el Torrao” con la placa de bronce
y la silicona... y así, terminó este viaje y comenzaron otros.
Para mi amada Isabel.
Sé que el
amor, como los pasos en la arena,
se esfuman
con el tiempo.
Que los
besos y te quieros son espuma.
Es por eso,
que te llevo tierra adentro,
para
amarnos en la misma sepultura.
Tébar,
30 de Julio de 2020
Javier Celada
#historiasdeviajes
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