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MI PEQUEÑA Y DULCE SANDÍA

 

F

ue en Salou, durante las vacaciones del ochenta y dos, donde pasé las últimas y más efervescentes semanas de mi vida junto a Jeanette. Ese año, incomprensiblemente, nuestros padres dejaron de pedirnos explicaciones y se quitaron de encima la responsabilidad (que tan pesadamente parecían cargar todos los veranos) de ejercer de celosos carceleros de sus dos hijos, entonces adolescentes; apenas nos echaban en falta, salvo cuando se quedaban sin tabaco o cerveza fresca, y solo nos buscaban para que fuéramos a comprar al bar del camping o cuando, en mitad del aperitivo —abochornados, pero jocosos—, caían en la cuenta de que habían empezado a comer sin nosotros (de pronto, me parece escuchar la voz de mi madre surgiendo entre las risas y el sonido de los chapuzones de la chiquillería en la piscina: «¡¡Javi, Jeanette, la paella está en la mesa!!»). Lógicamente, estábamos encantados de verlos tan felices y despreocupados, y más aún, de sabernos libres y enamorados.

         Fue una tarde de Julio a la hora de la siesta, al comienzo de aquel verano, cuando descubrí (entre otras muchas cosas) que los pequeños pechos de Jeanette sabían a sandía, y yo, que eran los primeros que besaba, imaginé que ese dulzor era propio de las chicas, o, al menos, de las francesas. Ella decía que mi piel sabía a mar y a cascara de naranja, pero era la sal de la brisa del mediterráneo que se mezclaba con el ácido que producía mi sudor nervioso y mi excitación. La misma brisa que movía las cortinillas de la ventana de la caravana y que competía con mis dedos por acariciar su espalda con más suavidad. Delicadas y tímidas caricias, que pronto se convertían en ansiosos magreos y atrevidas escaramuzas, y que siempre finalizaban con una contenida, aunque desbordante, felicidad, hasta que, cada tarde, a eso de las seis, la luz de los rayos del sol que incidía en la claraboya trasera de la caravana dispersaba por el habitáculo el aura de virgen extraviada de Jeanette, al mismo tiempo que aumentaba el rumor del merendero y se aplacaba el metálico y urgente llamado de las chicharras (y el mío particular). Entonces, al otro lado de nuestro exclusivo y tórrido mundo rectangular, comenzaba puntual la banda sonora del crepúsculo, el tintineo de las litronas, el cacharreo de los aparejos de las barbacoas, la histriónica alegría de nuestros padres y vecinos estivales; Georges Moustaki versus Serrat, Pink Floyd contra Mecano, Georgie Dann de colofón, y mi padre (como no) bailando agarrado a las sinuosas caderas de la madre de Jeanette: «Bailemos el bimbó (bimbó, bimbó), que está causando seeensaciooooón...». Ese era el aviso para coger la motocicleta y salir pitando hasta la verbena del pueblo en fiestas más cercano (mirando por un retrovisor imaginario, puedo ver la melena de Jeanette flameando al viento tras de mí). Allí era yo el que, animado por el calimocho, torpemente, me aferraba a la cintura de Jeanette en una especie de baile a través del tiempo, una instantánea en color calcada de la que acabábamos de dejar en el camping: «...con esa melodía que te va derecho al coooorazón (bimbó, bimbó)».

         «Javier, mon amour, regresamos a Toulouse. C’est la fin des vacances», me dijo de repente Jeanette, una mañana cuando estábamos sobre la arena de la playa, mientras yo, aprovechando su interminable silencio, trataba de apresar en mis retinas la forma y el color de su bikini nuevo, para depositarlas junto al resto de capturas. Creí morir. Solo me aliviaba pensar que a partir de aquellas vacaciones pasaría junto a ella otros veranos; tal vez, el resto de mi vida. No fue así. De hecho, desde aquel día, no volvimos a vernos jamás. Puede que Jeanette, por culpa de ese candor propio de las francesas, les contara a sus padres nuestra histoire d’amour, y, quién sabe si fue a causa del chovinismo, según dicen, también propio de esta gente, dejaron de venir a Salou (y creo que a España). En cualquier caso, este recuerdo es para ti, Jeanette, mi pequeña y dulce sandía. 


#elveranodemivida

 

 

 

Comentarios

  1. Esos veranos de juventud con el primer amor si que son inolvidables. Una historia muy bonita.

    Enhorabuena y suerte

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