Aún hoy, medio siglo más tarde, me pregunto qué fue de don Abelardo. De él conservo los momentos más dulces y coloridos de aquellas frías y tediosas horas de colegio, y sus clases son las únicas que rememoro en tecnicolor; las demás, siempre las recuerdo amargas y en blanco y negro. También atesoro los consejos más valiosos, que, por esos años, lo mismo que tantísimas cosas, solían escasear. Pero por encima de todo le debo lo que hoy soy, pues fue él quien abrió mi mente y me puso sobre el estrecho camino de los libres. Fue él quien de un golpe me quitó la tontería, literalmente, y quien, a su modo, me salvó de la segura servidumbre. Medio siglo ha pasado y le sigo debiendo las gracias, porque, aunque me duele decirlo, no encontré las palabras ni el valor para dárselas en persona cuando todavía estaba en el pueblo a punto de marcharse. Yo tenía trece años cuando dejé el colegio y me enamoré locamente de su hija Marijuli (los trece años de antes, no eran como los de ahora). No...
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