Aún
hoy, medio siglo más tarde, me pregunto qué fue de don Abelardo. De él conservo
los momentos más dulces y coloridos de aquellas frías y tediosas horas de
colegio, y sus clases son las únicas que rememoro en tecnicolor; las demás,
siempre las recuerdo amargas y en blanco y negro. También atesoro los consejos
más valiosos, que, por esos años, lo mismo que tantísimas cosas, solían
escasear. Pero por encima de todo le debo lo que hoy soy, pues fue él quien
abrió mi mente y me puso sobre el estrecho camino de los libres. Fue él quien de
un golpe me quitó la tontería, literalmente, y quien, a su modo, me salvó de la
segura servidumbre. Medio siglo ha pasado y le sigo debiendo las gracias, porque,
aunque me duele decirlo, no encontré las palabras ni el valor para dárselas en
persona cuando todavía estaba en el pueblo a punto de marcharse.
Yo
tenía trece años cuando dejé el colegio y me enamoré locamente de su hija
Marijuli (los trece años de antes, no eran como los de ahora). No es que este
dato signifique nada, pero antaño, con esa edad y un triste empleo, ya te
consideraban —y te creías— un hombre hecho y derecho. Y como tal, le fui a
pedir la mano de Marijuli. No voy a negar que me sentía como un flan ante
tamaño atrevimiento, pero el hecho de saber que era el único maestro de la
escuela que no pegaba a sus alumnos me dio el empuje que necesitaba para
plantarme en su casa esa mañana de verano. Don Abelardo, nada más oír de
sopetón mis pretensiones, lejos de angustiarse y darme con la puerta en las
narices, me hizo pasar a la cocina donde aguardaban su esposa y su hija, y,
después de ofrecerme un vaso de vino y un celtas sin boquilla, me dijo que de
acuerdo, que adelante, que me conocía y le constaba que era un buen muchacho,
que al amor no había que ponerle traba alguna, y que él también sabía lo que
era estar prendado de una mujer. Luego, se ofreció orgulloso a enseñarme el
huerto que, junto a Marijuli, les gustaba cultivar y mimar. Ya a solas los dos,
retirados de las miradas curiosas de las mujeres, cuando yo menos lo esperaba,
me dio tal bofetón que mis tímpanos estuvieron todo el día retumbando. «Ahora
escuece, pero algún día me lo agradecerás. Anda, desgraciado, lárgate y no
vuelvas» me dijo a continuación, o eso quise entender.
Lo
odié. Volví a verme muchas veces con Marijuli a escondidas y lo seguía odiando.
Lo odiaba todavía la víspera del día que, por no matarnos a palos, decidió
abandonar el pueblo y se marchó con la familia. Lo odié hasta esa madrugada.
Hasta ese instante en que, sin saber porque, me desperté liberado y agradecido.
Hasta unas horas antes de verles subir en aquel Gordini y partir. Hasta que
comprendí que él amaba a su hija más que yo.
Aquella
fue la última lección que me dio. Desde entonces, como estoy seguro ha de ser, he
vivido y disfrutado el amor en sus tiempos; me enamoré de diferentes mujeres,
de unas más que de otras. Conocí a mi mujer que, junto a mis hijas, son lo que
más quiero en este mundo. Incluso siento simpatía por mis yernos.
De Marijuli, dejé de acordarme al poco
tiempo, pero a su padre, nunca le he olvidado... Gracias por aquel “toque” de
atención, don Abelardo.
#MiMejorMaestro
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