Abril de 2020, en pleno confinamiento, hacemos un ejercicio de imaginación pensando un futuro amargo.
F ue en Salou, durante las vacaciones del ochenta y dos, donde pasé las últimas y más efervescentes semanas de mi vida junto a Jeanette. Ese año, incomprensiblemente, nuestros padres dejaron de pedirnos explicaciones y se quitaron de encima la responsabilidad (que tan pesadamente parecían cargar todos los veranos) de ejercer de celosos carceleros de sus dos hijos, entonces adolescentes; apenas nos echaban en falta, salvo cuando se quedaban sin tabaco o cerveza fresca, y solo nos buscaban para que fuéramos a comprar al bar del camping o cuando, en mitad del aperitivo —abochornados, pero jocosos—, caían en la cuenta de que habían empezado a comer sin nosotros (de pronto, me parece escuchar la voz de mi madre surgiendo entre las risas y el sonido de los chapuzones de la chiquillería en la piscina: «¡¡Javi, Jeanette, la paella está en la mesa!!»). Lógicamente, estábamos encantados de verlos tan felices y despreocupados, y más aún, de sabernos libres y enamorados...
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