Mi madre decía que
al niño lobo la luna le traía sin cuidado, pero yo, por si acaso, las noches de
plenilunio las pasaba en vela mirándole gruñir, durmiendo en la cama de al
lado. Miedo no tenía, que él solo era un renacuajo y yo un mozo ya espigao,
aunque algo de resquemor sí, porque desde aquel domingo que mi padre lo trajo a
la casa no volvimos a saber nunca de mi hermana y mi madre ya no pudo pasar un
día entero sin echar un lloro a cada rato.
Le llamamos niño lobo porque, además de
criarse muy peludo y renegrío, mi padre lo encontró recién parido junto
a una lobera y aullando como un animalico. A mí me extrañó mucho que siendo día
de guardar se le antojase al hombre ir al monte a coger collejas con mi
hermana, pero es lo que él nos dijo, y yo le creí. El caso es que al volver de
misa nos encontramos al niño lobo desnudo y panza arriba junto a la lumbre y a
mi padre calentando un barreño de agua y vertiendo leche con un embudo en una
bota de vino. Entonces, mi madre se puso a llorar por primera vez y le dijo a
mi padre que se fuera y la dejase hacer a ella y que me llevara con él al bar.
Luego, en el bar, le pregunté a mi padre por la Mari, que es mi hermana, y me
dijo que me callase y que ni se me ocurriese contar a nadie lo de la criatura
si no quería recibir unos buenos correazos.
Al cabo de unos meses
la gente nos paraba a preguntarnos por la Mari y nosotros les contábamos que
estaba sirviendo en Madrid con una familia muy rica, pero que no tardaría en
visitarnos, y de tantas veces repetirlo hasta me lo creí. Mi madre seguía llora
que llora y yo no sabía si lo hacía por no saber de mi hermana o de ver sufrir
al niño lobo, que ya le estaban saliendo los colmillos de leche y el rabito.
Seguramente fue por escuchar los aullidos del niño lobo y de vernos tan tristes
que comenzaron las habladurías y empezó a correr el chisme de que ocultábamos
un monstruo o algo así, y que por esa razón la Mari se marchó del pueblo.
Una mañana en la escuela, la maestra,
que es la persona más lista y más buena que conozco, nos dijo que todos éramos
iguales y hermanos, y que, como hermanos, nos teníamos que querer y, llegado el
caso, defendernos. Y esa misma tarde tuve ocasión de demostrarlo porque estando
solo en la casa con el niño lobo vi llegar tras los visillos a la pareja de la
guardia civil con un señor muy serio; entonces, cogí al niño lobo en brazos y
le tapé la boca, luego nos subimos a la cámara y allí nos quedamos hasta que se
hartaron de llamar y se fueron. Pero no sirvió de mucho porque regresaron por
la noche preguntando por mi hermana y queriendo ver lo que decían que ocultábamos.
Y mi madre venga a la llorera, y mi padre cagándose en el copón, aunque de nada
les valió porque se los llevaron detenidos al cuartelillo. Al poco, apareció el
Amalio, el hijo mayor de la pastora, con cara de malas pulgas. Mis padres
odiaban al Amalio, y de un empujón entró en la casa gritando que dónde estaba
la Mari y el niño de sus entrañas, y era verdad que un aire se daba al niño lobo
—pensé yo—, y en ese pensamiento me arreó un guantazo y se llevó en volandas al
niño lobo. Más tarde vino mi madre y me dijo que no esperase a padre porque
estaba haciendo un declaramiento, y cuando yo le conté lo ocurrido paró
en seco de llorar y se fue a buscar la escopeta y las llaves de la furgoneta de
mi padre.
De que llegamos a la casa del Amalio, nos lo
encontramos tirado sobre la banca de la cocina todo lo grande que era, tenía la
cara y los brazos ensangrentados y la piel y la ropa llenetica de
jirones y hecha tiras. «¡Llevaos a esa bestia!», nos gritaba todo el tiempo. El
niño lobo estaba agazapado entre unas de pellizas de oveja y cuando chasqueé
los dedos, dio un brinco y se agarró a mis brazos. En eso mi madre me dijo que
teníamos que irnos del pueblo y que padre ya nos alcanzaría y salimos tirando
por los postigos.
Recuerdo que la luna
estaba como un queso esa noche. De pronto mi madre se desvió de la carretera y
se metió por el camino de “las lomillas”; paró, y me dijo de esperarnos en la
furgoneta mientras meaba, pero la vimos santiguarse detrás de una carrasca
frente a un montón de cantos blancos, y el niño lobo se fue corriendo hasta su
vera y yo tras él, y allí mismo se puso a aullar y a escarbar con las uñas en
la tierra y comenzó a oírse el aullido de muchos lobos, y mi madre empezó a
llorar sin consuelo.
#historiasrurales
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