Ya desde bien chica me gustaba pensar que Violeta se marchó de este mundo para dejarme su hueco. Quiso la casualidad, y mi vieja, sobre todo, traerme a esta vida el mismo día y a la misma hora que ella decidió abandonarla. Pero no fue esa coincidencia, ni el hecho de que después me pusieran de nombre Violeta, en su honor, o que ella se apellidara Parra, que era donde yo siempre estaba, ni que, a la que tuve tacto para distinguir las cuerdas de una guitarra, y maña para afinar un poquito las de mi garganta, me lanzara a las calles de Lautaro a cantar sus canciones y a darle, con sus versos, las gracias a la vida. No, es verdad que son muchas casualidades, aunque no suficientes razones para sentirme dueña de su espacio.
Hoy, aquí, todas sabemos quién fue ella y lo que hizo con aquella grabadora y su charango, lo que dejó por hacer con los pinceles y la pluma y, como no, lo que no le dejaron hacer por mucho que apretara y levantara el puño. Yo era una renacuaja cuando mi vieja, entre puntada y puntada a la arpillera, enhebraba el hilo a estas conquistas y derrotas de su mujer de referencia. Y según las hilaba, mi alma se iba cosiendo a la impronta y a la memoria de Violeta con la misma hebra que ella bordó su despedida. Entonces, entendí que hay personas que llegan y se mueren simplemente, y otras que jamás desaparecen.
Yo no sé si Violeta Parra inició el
movimiento de esta ola inabarcable, o si, como yo, tomó la estela de otra
Violeta. Solo sé que su presencia sigue en la espuma y en el brío que precede a
nuestra marea.
Si
algo le reprocho son las prisas con que me pasó el relevo, pues, como decía mi
vieja: «tampoco hacía falta empujar tanto con lo bien que lo estaba haciendo».
Javier Celada
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